El crecimiento explosivo de las redes de áreas protegidas fue acompañado por el reconocimiento simultáneo de los derechos territoriales de los pueblos indígenas, un proceso en curso que aún no ha concluido. Aproximadamente 2,5 millones de indígenas viven en la Panamazonía, y alrededor de dos tercios de ellos habita al interior de sus territorios, que suman entre 170 y 220 millones de hectáreas. Han ocupado y defendido esos territorios durante siglos, donde históricamente utilizaron la resistencia violenta pero ahora se basan en la desobediencia civil y el activismo político. Sin embargo, recibir un título legal o derechos de uso explícitos sobre su tierra natal no significa el fin del conflicto.
Las comunidades indígenas deben proteger físicamente su tierra y sus recursos naturales de los ladrones de madera, los mineros ilegales y los acaparadores de tierras, así como librar batallas regulatorias para detener la construcción de carreteras, la exploración de petróleo o el desarrollo de infraestructura hidroeléctrica. Los pueblos indígenas son los defensores más feroces y efectivos de la conservación de la Amazonía porque la lucha por sus territorios es de carácter existencial: si pierden su tierra perderán su identidad y dejarán de existir como pueblo. Lo saben porque son los supervivientes de un holocausto.
Los nativos americanos del Panamazonas han sobrevivido una ola tras otra los eventos genocidas que comenzaron con la colonización del hemisferio occidental por parte de las potencias europeas en los siglos XV y XVI. La esclavitud, la guerra y las enfermedades epidémicas redujeron su población en aproximadamente un noventa por ciento a mediados del siglo XIX. Las prósperas comunidades que alguna vez poblaron el cauce principal del río Amazonas no fueron completamente aniquiladas, sus lenguas desaparecieron, pero los sobrevivientes fueron absorbidos, junto con sus conocimientos, por la cultura mestiza que ahora ocupa las orillas del gran río.
Los grupos étnicos que sobrevivieron, con su cultura e idiomas intactos, lo hicieron retirándose a territorios remotos en afluentes río arriba, limitando su contacto con los invasores de la civilización occidental. Algunos grupos étnicos interactuaron con misioneros y comerciantes fronterizos, participando en la economía amazónica mediante el comercio de una diversidad de productos forestales, que incluyen gomas, resinas, fibra, frutas, nueces, fauna silvestre y pescado. Sin embargo, no estaban preparados para la avalancha que llegó durante el inicio del primer auge del caucho en la última mitad del siglo XIX. Nunca se ha calculado el número de muertos, pero decenas de miles perecieron a causa de otra ronda de enfermedades y esclavitud. Aquellos que lograron sobrevivir se adentraron aún más en la selva.
El período comprendido entre el fin del primer auge del caucho y el de la implementación de las políticas nacionalistas de la década de los años setenta, fue de relativa calma. Los forasteros continuaron buscando comunidades indígenas, pero en esta oportunidad llegaron con buenas intenciones. Los misioneros católicos y protestantes renovaron sus esfuerzos para llevar la “salvación” a las llamadas poblaciones paganas, donde su acción más importante fue educar a los hombres jóvenes, y a veces a las mujeres, como parte de una estrategia deliberada para asimilar los grupos étnicos a la sociedad occidental.
El gobierno brasileño creó el Serviço de Proteção ao Índio (SPI), que buscaba “pacificar” a los grupos indígenas e integrarlos como culturas distintas en la sociedad brasileña. Las expediciones y las estaciones comerciales estaban a cargo de “sertanistas”, muchos de los cuales admiraban las culturas indígenas y buscaban protegerlas de la sociedad moderna.
Un tercer grupo de personas combinó enfoques tanto misioneros como antropológicos: los cristianos evangélicos organizaron un esfuerzo muy eficaz para preservar las lenguas indígenas, reconociendo su papel esencial en la supervivencia cultural. Irónicamente, usaron ese conocimiento para traducir la Biblia a los idiomas nativos y, en el proceso, atacaron los elementos espirituales en el núcleo de la cultura indígena.
Estos tres grupos de intrusos actuaron como mentores de los pueblos indígenas a medida que sus sociedades se adaptaban a un mundo cambiante en la primera mitad del siglo XX. Cada uno contribuyó a la supervivencia de los pueblos indígenas con los que interactuaron, pero desafortunadamente, muchos intercambios desencadenaron otra ronda de enfermedades epidémicas. Sin embargo, los pueblos indígenas no eran receptores pasivos, pues absorbían algunas lecciones mientras ignoraban otras, y más importante aún, conservaron sus propias tradiciones de liderazgo, que aprovecharían para enfrentar la próxima amenaza existencial a su forma de vida.
En los años setenta y ochenta, el ya considerable ritmo de cambio fue escandaloso cuando los inmigrantes ingresaron a sus territorios, con ayuda de los gobiernos, y con la intención explícita de robar sus tierras. Huir más hacia el bosque ya no era una opción, así que tuvieron que organizarse y luchar, o morir. Debido a esto, grupos de nativos formaron asociaciones nucleadas por sus etnias y sus idiomas, a menudo dirigidas por alguien carismático que habría sido adoctrinado por algún mentor occidental. En un período de tiempo notablemente corto, las asociaciones étnicas individuales se unieron para formar federaciones nacionales para así representar sus intereses ante los gobiernos.
Esto sucedió de forma independiente en Brasil, Bolivia, Colombia, Ecuador y Perú, y de forma paralela se organizaron internacionalmente para crear una coalición amazónica de organizaciones indígenas. Por diseño o buena suerte, sus movimientos se unieron en un momento en que estos países estaban experimentando una renovación democrática y reformas constitucionales. A fines de la década de los años ochenta, las repúblicas andinas y Brasil reconocieron explícitamente los derechos de los pueblos indígenas a sus territorios ancestrales y a alguna forma de gobierno autónomo.
El Parque Nacional do Xingu, creado en 1961, fue primer territorio indígena concebido en realidad como un parque nacional, y en ese momento era el área protegida más grande de Brasil. Sus proponentes, tres famosos hermanos sertanistas, basaron su ambiciosa propuesta en sus observaciones de que las culturas indígenas están indisolublemente ligadas a sus medios de vida, y dependen por completo del acceso a los recursos forestales y acuáticos. Para proteger la cultura indígena, es necesario conservar el paisaje que sustenta el sustento de toda la tribu. El parque fue desclasificado como área protegida en 1991 y reconocido únicamente como territorio indígena: Parque Indígena do Xingu (PIX).
Previamente a la creación de los territorios indígenas, la cantidad de tierra cedida a una aldea o comunidad se calculaba en función del área requerida para mantener a una familia específica que usaba la metodología de tala y quema, en lugar del territorio necesario para lograr un medio de vida forestal. Otra decisión clave fue incluir varias comunidades en una sola reserva, lo que también aumentó el tamaño del área protegida, obligando a diferentes grupos étnicos, muchos de los cuales eran históricamente hostiles entre ellos, a colaborar en la administración de su territorio compartido. El PIX sentó un precedente en Brasil, a pesar de que muy pocos territorios indígenas fueron creados durante el gobierno militar entre 1964 y 1985, y fue recién durante la reforma constitucional del 1988 donde el reconocimiento comenzó en serio.
La afirmación de los derechos territoriales de las comunidades indígenas en las repúblicas andinas ocurrió primero en Perú a principios de la década de los años setenta, cuando el gobierno militar de entonces inició la política de reforma agraria. Los peruanos adoptaron un modelo basado en la comunidad que transfirió la tierra de manera individual, en lugar de un modelo basado en el territorio que unió múltiples comunidades. Esta política ha creado un mapa fragmentado de tenencia de la tierra, que ha facilitado el desarrollo de infraestructura energética al tiempo que ha obstaculizado los esfuerzos de las organizaciones indígenas para limitar la expansión de la industria petrolera en el noreste de Perú.
En Bolivia, el gobierno de Evo Morales cambió la naturaleza de su sistema territorial, que originalmente utilizaba afinidades étnicas, permitiendo nuevos asentamientos por parte de migrantes de comunidades indígenas del Altiplano en tierras bajas. La Guyana adoptó un enfoque comunitario que limita el área forestal cedida a los pueblos indígenas al tiempo que maximiza la propiedad forestal bajo control gubernamental. Surinam aún tiene que actuar para crear territorios indígenas, a pesar de una decisión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos a favor de los dos grupos más grandes, quienes en algún momento solicitaron a la Corte que pida la restitución por los impactos ambientales vinculados a la industria de la bauxita. Venezuela ha reconocido los derechos de los pueblos indígenas en algunas áreas protegidas, pero aún tiene que actuar sobre los reclamos territoriales de su considerable población indígena.
Si bien Perú se basa en gran medida en el modelo comunitario para la asignación de tierras a grupos étnicos asimilados por la sociedad moderna, ha implementado el modelo territorial para proteger a los grupos indígenas que se encuentran en aislamiento voluntario. Estos, anteriormente denominados grupos indígenas no contactados -hoy bajo la denominación oficial de Poblaciones Indígenas en Aislamiento Voluntario o Contacto Inicial (PIACI)- se sabe que son pequeños grupos que existen en Brasil, Bolivia, Colombia, Ecuador y Venezuela. Las estimaciones varían, pero probablemente hay menos de 10,000 individuos que viven nucleados en aproximadamente sesenta grupos en los rincones más remotos de la región, y se encuentran entre los sectores más vulnerables dentro de la Amazonía, ya que son susceptibles a enfermedades comunes al no haber adquirido las habilidades sociales necesarias para protegerse de los caprichos de la vida que son parte integral de la sociedad moderna.
Las personas que viven en aislamiento voluntario en la Amazonía no son las únicas culturas vulnerables, pues aproximadamente el diez por ciento de los grupos étnicos se han extinguido desde que los antropólogos compilaron una lista, más o menos completa, en la primera mitad del siglo XX. De igual forma, la extinción cultural es un hecho para otros 40 grupos con poblaciones de menos de 100 individuos, y el futuro es solo marginalmente mejor para otras 82 con menos de 500 habitantes, particularmente si no han conservado el uso de su idioma.
Sin embargo, en general, la población indígena se ha cuadruplicado aproximadamente desde la década de los años setenta, una señal positiva de que su salud y bienestar han mejorado en paralelo con los esfuerzos para defender sus tierras. La mayor parte de ese crecimiento se ha producido dentro de los cincuenta grupos étnicos más grandes que han tenido mayor éxito en la protección de sus derechos y prerrogativas.
Estas cifras subestiman la población indígena real debido a la migración de jóvenes a los centros urbanos, siendo éstos tanto una oportunidad como un riesgo para ellos mismos. Si llegaran a conservar su identidad indígena, los centros urbanos pueden actuar como conducto de información, tecnología, educación y recursos financieros. Desafortunadamente la historia ha demostrado que es más probable que pierdan su idioma y adopten la identidad cultural de la población mestiza mucho más numerosa.
La revitalización de las comunidades indígenas ha pagado dividendos monumentales para la sociedad amazónica. Su compromiso con la conservación de la biodiversidad asegura que sus territorios serán administrados como reservas de uso sostenible, y la mayoría se adhiere a criterios de manejo similares al tipo más restrictivo de área protegida. Su compromiso está integrado en su cultura, reforzado por la historia reciente y la amarga lucha por defender sus tierras. Son, literalmente, los nuevos guerreros de la conservación.
“Una tormenta perfecta en la Amazonía” es un libro de Timothy Killeen que contiene los puntos de vista y análisis del autor. La segunda edición estuvo a cargo de la editorial británica The White Horse en el año 2021, bajo los términos de una licencia Creative Commons (licencia CC BY 4.0).
Las comunidades indígenas deben proteger físicamente su tierra y sus recursos naturales de los ladrones de madera, los mineros ilegales y los acaparadores de tierras, así como librar batallas regulatorias para detener la construcción de carreteras, la exploración de petróleo o el desarrollo de infraestructura hidroeléctrica. Los pueblos indígenas son los defensores más feroces y efectivos de la conservación de la Amazonía porque la lucha por sus territorios es de carácter existencial: si pierden su tierra perderán su identidad y dejarán de existir como pueblo. Lo saben porque son los supervivientes de un holocausto.
Los nativos americanos del Panamazonas han sobrevivido una ola tras otra los eventos genocidas que comenzaron con la colonización del hemisferio occidental por parte de las potencias europeas en los siglos XV y XVI. La esclavitud, la guerra y las enfermedades epidémicas redujeron su población en aproximadamente un noventa por ciento a mediados del siglo XIX. Las prósperas comunidades que alguna vez poblaron el cauce principal del río Amazonas no fueron completamente aniquiladas, sus lenguas desaparecieron, pero los sobrevivientes fueron absorbidos, junto con sus conocimientos, por la cultura mestiza que ahora ocupa las orillas del gran río.
Los grupos étnicos que sobrevivieron, con su cultura e idiomas intactos, lo hicieron retirándose a territorios remotos en afluentes río arriba, limitando su contacto con los invasores de la civilización occidental. Algunos grupos étnicos interactuaron con misioneros y comerciantes fronterizos, participando en la economía amazónica mediante el comercio de una diversidad de productos forestales, que incluyen gomas, resinas, fibra, frutas, nueces, fauna silvestre y pescado. Sin embargo, no estaban preparados para la avalancha que llegó durante el inicio del primer auge del caucho en la última mitad del siglo XIX. Nunca se ha calculado el número de muertos, pero decenas de miles perecieron a causa de otra ronda de enfermedades y esclavitud. Aquellos que lograron sobrevivir se adentraron aún más en la selva.
El período comprendido entre el fin del primer auge del caucho y el de la implementación de las políticas nacionalistas de la década de los años setenta, fue de relativa calma. Los forasteros continuaron buscando comunidades indígenas, pero en esta oportunidad llegaron con buenas intenciones. Los misioneros católicos y protestantes renovaron sus esfuerzos para llevar la “salvación” a las llamadas poblaciones paganas, donde su acción más importante fue educar a los hombres jóvenes, y a veces a las mujeres, como parte de una estrategia deliberada para asimilar los grupos étnicos a la sociedad occidental.
El gobierno brasileño creó el Serviço de Proteção ao Índio (SPI), que buscaba “pacificar” a los grupos indígenas e integrarlos como culturas distintas en la sociedad brasileña. Las expediciones y las estaciones comerciales estaban a cargo de “sertanistas”, muchos de los cuales admiraban las culturas indígenas y buscaban protegerlas de la sociedad moderna.
Un tercer grupo de personas combinó enfoques tanto misioneros como antropológicos: los cristianos evangélicos organizaron un esfuerzo muy eficaz para preservar las lenguas indígenas, reconociendo su papel esencial en la supervivencia cultural. Irónicamente, usaron ese conocimiento para traducir la Biblia a los idiomas nativos y, en el proceso, atacaron los elementos espirituales en el núcleo de la cultura indígena.
Estos tres grupos de intrusos actuaron como mentores de los pueblos indígenas a medida que sus sociedades se adaptaban a un mundo cambiante en la primera mitad del siglo XX. Cada uno contribuyó a la supervivencia de los pueblos indígenas con los que interactuaron, pero desafortunadamente, muchos intercambios desencadenaron otra ronda de enfermedades epidémicas. Sin embargo, los pueblos indígenas no eran receptores pasivos, pues absorbían algunas lecciones mientras ignoraban otras, y más importante aún, conservaron sus propias tradiciones de liderazgo, que aprovecharían para enfrentar la próxima amenaza existencial a su forma de vida.
En los años setenta y ochenta, el ya considerable ritmo de cambio fue escandaloso cuando los inmigrantes ingresaron a sus territorios, con ayuda de los gobiernos, y con la intención explícita de robar sus tierras. Huir más hacia el bosque ya no era una opción, así que tuvieron que organizarse y luchar, o morir. Debido a esto, grupos de nativos formaron asociaciones nucleadas por sus etnias y sus idiomas, a menudo dirigidas por alguien carismático que habría sido adoctrinado por algún mentor occidental. En un período de tiempo notablemente corto, las asociaciones étnicas individuales se unieron para formar federaciones nacionales para así representar sus intereses ante los gobiernos.
Esto sucedió de forma independiente en Brasil, Bolivia, Colombia, Ecuador y Perú, y de forma paralela se organizaron internacionalmente para crear una coalición amazónica de organizaciones indígenas. Por diseño o buena suerte, sus movimientos se unieron en un momento en que estos países estaban experimentando una renovación democrática y reformas constitucionales. A fines de la década de los años ochenta, las repúblicas andinas y Brasil reconocieron explícitamente los derechos de los pueblos indígenas a sus territorios ancestrales y a alguna forma de gobierno autónomo.
El Parque Nacional do Xingu, creado en 1961, fue primer territorio indígena concebido en realidad como un parque nacional, y en ese momento era el área protegida más grande de Brasil. Sus proponentes, tres famosos hermanos sertanistas, basaron su ambiciosa propuesta en sus observaciones de que las culturas indígenas están indisolublemente ligadas a sus medios de vida, y dependen por completo del acceso a los recursos forestales y acuáticos. Para proteger la cultura indígena, es necesario conservar el paisaje que sustenta el sustento de toda la tribu. El parque fue desclasificado como área protegida en 1991 y reconocido únicamente como territorio indígena: Parque Indígena do Xingu (PIX).
Previamente a la creación de los territorios indígenas, la cantidad de tierra cedida a una aldea o comunidad se calculaba en función del área requerida para mantener a una familia específica que usaba la metodología de tala y quema, en lugar del territorio necesario para lograr un medio de vida forestal. Otra decisión clave fue incluir varias comunidades en una sola reserva, lo que también aumentó el tamaño del área protegida, obligando a diferentes grupos étnicos, muchos de los cuales eran históricamente hostiles entre ellos, a colaborar en la administración de su territorio compartido. El PIX sentó un precedente en Brasil, a pesar de que muy pocos territorios indígenas fueron creados durante el gobierno militar entre 1964 y 1985, y fue recién durante la reforma constitucional del 1988 donde el reconocimiento comenzó en serio.
La afirmación de los derechos territoriales de las comunidades indígenas en las repúblicas andinas ocurrió primero en Perú a principios de la década de los años setenta, cuando el gobierno militar de entonces inició la política de reforma agraria. Los peruanos adoptaron un modelo basado en la comunidad que transfirió la tierra de manera individual, en lugar de un modelo basado en el territorio que unió múltiples comunidades. Esta política ha creado un mapa fragmentado de tenencia de la tierra, que ha facilitado el desarrollo de infraestructura energética al tiempo que ha obstaculizado los esfuerzos de las organizaciones indígenas para limitar la expansión de la industria petrolera en el noreste de Perú.
En Bolivia, el gobierno de Evo Morales cambió la naturaleza de su sistema territorial, que originalmente utilizaba afinidades étnicas, permitiendo nuevos asentamientos por parte de migrantes de comunidades indígenas del Altiplano en tierras bajas. La Guyana adoptó un enfoque comunitario que limita el área forestal cedida a los pueblos indígenas al tiempo que maximiza la propiedad forestal bajo control gubernamental. Surinam aún tiene que actuar para crear territorios indígenas, a pesar de una decisión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos a favor de los dos grupos más grandes, quienes en algún momento solicitaron a la Corte que pida la restitución por los impactos ambientales vinculados a la industria de la bauxita. Venezuela ha reconocido los derechos de los pueblos indígenas en algunas áreas protegidas, pero aún tiene que actuar sobre los reclamos territoriales de su considerable población indígena.
Si bien Perú se basa en gran medida en el modelo comunitario para la asignación de tierras a grupos étnicos asimilados por la sociedad moderna, ha implementado el modelo territorial para proteger a los grupos indígenas que se encuentran en aislamiento voluntario. Estos, anteriormente denominados grupos indígenas no contactados -hoy bajo la denominación oficial de Poblaciones Indígenas en Aislamiento Voluntario o Contacto Inicial (PIACI)- se sabe que son pequeños grupos que existen en Brasil, Bolivia, Colombia, Ecuador y Venezuela. Las estimaciones varían, pero probablemente hay menos de 10,000 individuos que viven nucleados en aproximadamente sesenta grupos en los rincones más remotos de la región, y se encuentran entre los sectores más vulnerables dentro de la Amazonía, ya que son susceptibles a enfermedades comunes al no haber adquirido las habilidades sociales necesarias para protegerse de los caprichos de la vida que son parte integral de la sociedad moderna.
Las personas que viven en aislamiento voluntario en la Amazonía no son las únicas culturas vulnerables, pues aproximadamente el diez por ciento de los grupos étnicos se han extinguido desde que los antropólogos compilaron una lista, más o menos completa, en la primera mitad del siglo XX. De igual forma, la extinción cultural es un hecho para otros 40 grupos con poblaciones de menos de 100 individuos, y el futuro es solo marginalmente mejor para otras 82 con menos de 500 habitantes, particularmente si no han conservado el uso de su idioma.
Sin embargo, en general, la población indígena se ha cuadruplicado aproximadamente desde la década de los años setenta, una señal positiva de que su salud y bienestar han mejorado en paralelo con los esfuerzos para defender sus tierras. La mayor parte de ese crecimiento se ha producido dentro de los cincuenta grupos étnicos más grandes que han tenido mayor éxito en la protección de sus derechos y prerrogativas.
Estas cifras subestiman la población indígena real debido a la migración de jóvenes a los centros urbanos, siendo éstos tanto una oportunidad como un riesgo para ellos mismos. Si llegaran a conservar su identidad indígena, los centros urbanos pueden actuar como conducto de información, tecnología, educación y recursos financieros. Desafortunadamente la historia ha demostrado que es más probable que pierdan su idioma y adopten la identidad cultural de la población mestiza mucho más numerosa.
La revitalización de las comunidades indígenas ha pagado dividendos monumentales para la sociedad amazónica. Su compromiso con la conservación de la biodiversidad asegura que sus territorios serán administrados como reservas de uso sostenible, y la mayoría se adhiere a criterios de manejo similares al tipo más restrictivo de área protegida. Su compromiso está integrado en su cultura, reforzado por la historia reciente y la amarga lucha por defender sus tierras. Son, literalmente, los nuevos guerreros de la conservación.
“Una tormenta perfecta en la Amazonía” es un libro de Timothy Killeen que contiene los puntos de vista y análisis del autor. La segunda edición estuvo a cargo de la editorial británica The White Horse en el año 2021, bajo los términos de una licencia Creative Commons (licencia CC BY 4.0).